Como los gobernantes que necesitan desviar a la opinión pública de ellos, el Imperio establecía a su alrededor un continuo rumor: complots, que él mismo trazaba; bombas puestas por auxiliares de la policía; escándalos; crímenes, oportunamente descubiertos, que desde hacía tiempo se conocían y se mantenían en reserva; todo esto abunda en ciertos finales de reinado.
No era difícil implicar a los más arrojados revolucionarios en algunas de estas maquinaciones. El policía que ofreciese proyectiles hubiese encontrado cien manos, no una, tendidas para recibirlos; pero las cosas propuestas así, por los soplones, nunca suceden oportunamente: los hilos mueven al títere, y llega un tiempo en que no hubiese estado de más un verdadero complot a cielo abierto, grande como Francia, como el mundo.